Siempre fui la oveja negra, la culpa de tu tristeza, la causa de tu huida. Quizá.
Y yo no quería saberlo, pero ya es inevitable ver los trazos amargos de realidad. Cuando mis ojos enrojecen entre el humo no se si es por ti o por mi, por tu huida o mi soledad.
O por los dos.
Casi no recuerdo tu rostro, ni la expresión tierna marcada en la comisura de tus labios al sonreírme cuando volvíamos a vernos. No lo recuerdo pues no sonreías desde que te arrastré conmigo.
No querías tan siquiera mi compañía, te irritaba el tono de mi voz y el roce de mis manos ásperas en tus mejillas.
Entonces la fina grieta entre nosotros se llenó de distancia, y al tiempo, en la oscuridad de una triste barra astillada dejé de vislumbrarte.
Me di cuenta que ya no estabas, entonces mi consuelo fue un trago de bourbon y escribirte.
Por si decidías volver a recoger mis pedazos rotos de algún banco del parque y arrastrarme esta vez tu contigo a la claridad del día.
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